Manuel Pellerano Carvajal, un dominicano en la escena internacional
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En la memoria diplomática de la República Dominicana, el nombre de Manuel de Jesús Pellerano Carvajal aparece entretejido con episodios decisivos del siglo XX. Médico de formación y figura pública de múltiples facetas, Pellerano Carvajal inició su tránsito por los escenarios internacionales en 1922, cuando el presidente peruano Augusto Leguía lo designó como cónsul general del Perú en Santo Domingo. Era un gesto singular: un dominicano en representación de un país extranjero, un nombramiento que hablaba tanto de la confianza que inspiraba como de la práctica frecuente en la época de elegir hombres de prestigio local para oficios consulares.
Con el paso de los años, su camino se consolidó en el servicio exterior dominicano. Desde la Cancillería, asumió la dirección de Protocolo, responsable de dar forma y orden a la representación oficial del país. Más adelante, fue destinado a México como primer secretario de la embajada en 1946, para luego continuar su carrera en misiones que lo llevaron a Chicago, a El Salvador y finalmente a Quito, donde concluyó sus días como embajador. Cada una de esas funciones representaba no solo la movilidad de un diplomático, sino también la expansión de una política exterior que, en tiempos de posguerra y redefinición continental, buscaba hacerse sentir en escenarios internacionales.
Su actividad no se limitó a la diplomacia. En 1932, Rafael Leónidas Trujillo lo incluyó en la comisión que debía redactar un anteproyecto de Ley de Enseñanza Universitaria, donde compartió mesa con nombres como Pedro Henríquez Ureña y Manuel de Jesús Troncoso de la Concha. También se vinculó a la Cruz Roja Dominicana, donde en 1944 ejerció como secretario en la directiva nacional, y en el Partido Dominicano ocupó la presidencia en la Ciudad Colonial, integrando el núcleo que, desde la propaganda escrita y radial, dio forma a la maquinaria comunicacional del régimen.
Pellerano Carvajal se movía con la misma facilidad entre los salones diplomáticos y las aulas universitarias, entre la política partidaria y las instituciones de auxilio social. Su figura encarna el perfil de aquellos intelectuales-funcionarios que, en la primera mitad del siglo XX, combinaron vocación pública y lealtad política con un ejercicio constante de representación. Más allá de las controversias de su tiempo, su huella en la diplomacia dominicana lo sitúa como parte de la generación que moldeó, con luces y sombras, la proyección internacional del país en los años más convulsos del Caribe y América Latina.